EL MILAGRO DE ERSILIA
María Cristina Solaeche Galera
Desde el fondo del abismo
clamo a ti, Señor.
¡escucha, Señor, mi voz!
¡Atiendan tus oídos mi grito suplicante!
Salmo 130.
El apartamento sin la presencia del padre, inspiraba temor a las dos mujeres, sobre todo, a partir del anochecer cuando el silencio y las penumbras lo hacían más sombrío; en él vivían solas, la madre y la hija.
Ersilia, la hija, tiene la misma boca de su padre, con la comisura izquierda algo más elevada que la derecha, pero, no así los sentimientos hermosos, estos se fueron con él cuando murió.
La madre, languidecía cada día en su silla de ruedas. Las articulaciones rígidas y nudosas; los ojos pardos demasiado tristes y demasiado abiertos, como anhelando ver algo más allá de lo que la rodeaba; los labios antes hermosos, estaban ahora fruncidos y resguardaban una boca huérfana de dientes. La tristeza se asentaba en su casi deshecho cuerpo y en su desconsolada viudez.
Los únicos sonidos que la madre oía, eran, el de los latidos de su propia sangre en las sienes, los reclamos de Ersilia, y los cánticos religiosos de alabanzas que su hija hacía sonar insistentemente todos los atardeceres; mientra ella, la pobre mujer, se quedaba mirándose las manos abiertas, extendidas sobre las debilitadas piernas, como esperando algo que nunca llegaría, y el abatimiento, el desconsuelo le encarcelaba el cuerpo más aún en los dolores y en la postración de la silla de ruedas.
Ersilia, a diario se decía, que su responsabilidad con su madre, era enorme, era excesiva. Ella se sabía buena, sacrificada y muy creyente en Dios.
Tenía tomada una decisión. La había pensado detenidamente durante mucho tiempo, quizás demasiado; una decisión muy sentida, madurada, y últimamente, le rondaba en su cabeza y corazón cada instante.
No, no era una decisión amorosa, ni de compasión por su desvalida madre. Al contrario, era el resultado de una agitación mortificante que arañaba la mente de Ersilia día a día; una rabia fría, una mezcla de piedad mística, repugnancia y hastiamiento, al ver todos los días, a toda hora, ante sus ojos, a la madre contraecha en la silla de ruedas que ya no podía manejar siquiera ni valerse por si misma. Encorvada, macilenta, y con los pulmones destrozados.
—¡Qué tos!— solía mascullar cada vez que la oía toser.
A cada acceso, la pobre mujer jadeaba sofocada, y se golpeaba el pecho con los puños deformados diciendo entrecortadamente:
—Me muero…me muero ¡Ay Dios mío!
Otra semana finalizaba con la llegada del domingo, el día dedicado enteramente por Ersilia al Señor Padre del universo; el día más conveniente para hacer realidad su piadosa resolución. Ersilia, entusiasta creyente, ya lo había decidido, y esa noche, le rogaría al Señor Padre, al Dios del cielo, que la ayudara a hacerla realidad. Le suplicaría a la divinidad un prodigio, estaba segura pues tenía fe, una fe firme en él, Dios Padre, quién seguro le haría el milagro. Reconocía que esa situación repulsiva debía de terminar, y el Dios bueno e infinitamente misericordioso, el rey de los cielos piadosamente la auxiliaría.
Ese día, Ersilia, ya desde la mañana, había soltado improperios porque el café se le había enfriado, por tener que atender a su madre; porque se habían quemado las tostadas; y que el sol ya estaba encubierto, y ella llegaría tarde a los sagrados ritos religiosos en la iglesia.
Para Ersilia se le había convertido en un deber sagrado lo que en su mente había planificado con una fe firme y resignada beatitud.
—El tiempo de Dios es perfecto— se decía, y esa noche sería perfecta.
Declinó el día, acostó de mala gana como siempre a la madre y, ni un gesto involuntario, ni la mínima mengua en el rostro, ni un parpadeo, ni un temblor en los labios, la traicionaban mientras le decía a su madre:
—Mamá, esta noche esfuérzate en dormir, tranquila en la cama, no pienses en nada, solo duerme.
Una vez en su cuarto, Ersilia toma aire un par de veces, y arrodillada, insuflada de fe, comienza sus plegarias mientras acaricia el cristo de plata que siempre cuelga de su cuello y manosea un rosario. Pronuncia vehemente cada palabra de su petición en la oración; lo hace, como un ruego suplicante, mientras en sus ojos brilla una expresión de fanatismo.
Piensa en aquel pasaje bíblico que empieza: Señor, escucha mi oración; pon atención a mi súplica.
Entornando los ojos, el dormitorio le parece haberse iluminado con una claridad divina, como por un soplo misterioso. Algo milagroso estaba ocurriendo, sentía que la luz se iba posando sobre las paredes del cuarto, sobre su cama, deslizándose hasta llegar a sus suplicantes manos.
Abría los brazos, levantaba la mirada hacia techo, creyendo ver el cielo y exclamando.
—¡Dios…Dios…Dios! ¡Dios del universo, ayúdame! Tú sabes mis necesidades. Tu tiempo es perfecto.
En el arrebato, creía ver en el cegador resplandor ante sus ojos, la prueba fehaciente, de que Dios estaba frente a ella y le estaba amorosamente oyendo sus súplicas.
El corazón empezó a latirle aceleradamente entre las costillas, el Señor Padre de los cielos estaba atendiendo su oración, le estaba respondiendo.
El sol había descendiendo totalmente, las nubes se encogieron, la humedad no se evaporaba. Acabada su súplica, su ruego al todopoderoso, el estruendo de un trueno y el lívido claror del relámpago la conmocionaron y una torrencial lluvia se desató. Ersilia cree en su viva fe, que son señales de que Dios le ha respondido, que le confirma sus pensamientos, que el milagro se ha obrado, y su petición ha sido oída por el altísimo.
Ersilia se quedó atenta al mínimo ruido, no oye la terca tos nocturna de su madre; en silencio se acercó al dormitorio de ella e impaciente, oyó detrás de la puerta del cuarto. Nada, ni siquiera el acostumbrado jadeo de la madre se oía. Espera aún un rato, después, decidida persignándose santamente de nuevo, y con fe en su misericordioso Dios, abre la puerta.
El cuarto estaba tenuemente alumbrado por la lámpara de noche que iluminaba escasamente el rostro sufriente de la madre.
Vacilante, Ersilia, avanzó hacia el lecho, esperanzada de que su justa petición haya sido oída por el altísimo.
Se acercó cautelosa; el semblante de su madre no tenía lo apacible del dormir, en su lugar, una contracción trágica lo retorcía, y los brazos y las manos mostraban engarrotados un gesto desesperante. Ante esta imagen, Ersilia, con su impoluta fe, la tocó, se da cuenta que estaba muerta. Una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios, se le iluminó la mirada, agarró la sábana y decidida, rápidamente tapó el cuerpo de la madre.
Allí mismo, al pie de la cama, Ersilia, se arrodilla, se persigna nuevamente, y entonando un canto religioso de su preferencia, agradece a la infinita misericordia celestial, que le oyó su plegaria.
Y amaneció, reinaba un profundo silencio en el apartamento; Ersilia en la cocina sorbo a sorbo se deleitaba con su café bien caliente, mientras miraba por la ventana los pequeños y alegres frutos rojos del semeruco del jardín del edificio vecino. Terminó su aromática infusión y se dirigió al teléfono, tenía que avisar del fallecimiento de su madre.
Ersilia sabía muy bien, que los milagros ocurren a instancias de un ser que es omnipotente, además de omnisciente y omnipresente. Agradecida y contenta, con beata satisfacción, en voz alta prorrumpía en gracias y lisonjas al bondadoso Dios por haberle concedido el milagro.
César Rondón. Honduras.
«Mujer rezando».
Algo verdaderamente maravilloso. Te felicito. Un beso. Humberto J. Saras G.
Hermoso trabajo María.
Excelente. Cuento. Me hizo llorar. Entrò a mi Alma, esta narrativa. Muy Buena. DIOS TODOPODEROSO, ES SUPREMAMENTE BUENO Y BONDADOSO. ⚡ ⚡ ⚡. DIOS TODOPODEROSO 🎉 NOS ÍLUMINA SIEMPRE. 💫 💫 💫. Saludes. 🌟 🌟 🌟. Mis cariños, mis afectos y mis respetos.