María Cristina Solaeche Galera
La límpida fragilidad de esa rosa,
la única que nació anoche y que hoy descubro,
descifra la maravilla
de lo breve.
Héctor Silva Michelena.
A diferencia de todos los de su familia que son altos y esbeltos, Otilia es baja, obesa, muy obesa, las piernas apenas soportan su peso, los pechos enormes, manos y pies regordetes con dedos más regordetes aún; los ojos son hermosos azabaches expresivos como los del padre, y tiene los labios generosos de la madre; una risa chispeante que suele soltar en el momento menos adecuado; una incondicional credulidad y confianza en las iconografías de todos los santos, y una fe ciega en el cielo y el infierno.
Otilia es laboriosa, trabaja lunes, miércoles y jueves de tres a seis de la tarde, de secretaria en el consultorio de un dermatólogo, labor nada agobiante pues la realiza sentada en un escritorio. Y canta, tiene una cadencia en su voz melodiosa con la que entona preciosas canciones, los boleros y baladas son de su predilección.
Chipko, es un dominante y dictatorial gallo, esbelto, de plumaje rojinegro, cresta encarnada y una actitud arrogante. En el pequeño patio trasero, vigila y mantiene libre de alimañas, el jardín donde Otilia cultiva hierbas aromáticas de albahaca, perejil, orégano, toronjil y manzanilla; al mismo tiempo, cumple cabalmente con despertarla todas las madrugadas de todos los días del año, a las seis en punto.
Hace tiempo, que Otilia ha enterrado las ganas de vivir “plenamente”, de enamorarse, al menos como la mayoría. Sabe, que a medida que el tiempo pasa, la piel pierde tersura; en la frente, el entrecejo empieza a dominar con sus dos surcos; sabe que engordará más, y de su lengua conversadora solo saldrán astillas de silencio.
Pero ella siente una angustia aún mayor, y es que siempre, en todo momento, siente una avidez de comer que le recorre desde los labios, desde la boca, al estómago y en cantidades generosas. Otilia es glotona.
Transcurren los días, los meses, el año. Otilia va y viene con pesado y lento trajinar por el trabajo y por la casa. En su vivienda, se apretujan figurillas de cerámica en los estantes del seibó; cuadros toscos de beatíficos santos en las paredes; un par de sillones asfixiados de cojines en la salita; una mesa de comedor para cuatro que nadie más que ella utiliza, salvo un domingo al mes cuando sus dos hermanas la visitan; un reloj de pared herencia de su abuelo materno y detenido en una triste hora; una mesita con una coqueta y colorida lámpara que enciende todos los anocheceres y, un aparador con la vajilla que solo es sacada el día de la visita familiar.
Por las mañanas, suele leer entusiasmada las recetas de los libros de cocina y, repasar las notas que ha escrito en los cuadernos sobre variados platos de comida que recoge de los programas televisivos, para después, abocarse a realizar con entusiasmo cada uno de ellos, y luego, devorarlos con deleite. Por la temprana tarde, suele leer noveluchas romanticonas y las noticias baladíes de la farándula.
Un día cada quince, lo dedica a la compra de comestibles, lo hace sin lista alguna; a ella, la vista, el olfato, el gusto y el tacto, le bastan, son más que suficientes para saber que alimentos debe adquirir.
Todos los viernes al atardecer, se acicala para el resto de la semana. En el tocador se aglomeran lociones y cosméticos, el lápiz labial, el delineador negro, la base del maquillaje, el polvo…. Se arregla las uñas y el cabello, se cubre el cuerpo y la cara de cremas, y envuelve su voluminosa humanidad en una cómoda bartola, para disponerse a ver la programación televisiva del fin de semana.
Nunca antes ni después de las nueve de la noche, se recluye en su dormitorio; a esa hora, se recoge en una soledad distinta a la del día. Esta soledad es reconfortante, no la agobia con pensamientos agrios ni inquietudes, muy al contrario, la sumerge poco a poco, en una quietud anestesiante que ni ella misma se da cuenta, y nada más pone la cabeza sobre la almohada y su rollizo cuerpo sobre la cama, se duerme. A las seis en punto de la mañana, Chipko, cabal cumplidor de sus tareas, sacude airosamente el plumaje de sus rojinegras alas, y la despierta puntual con un ufano, alborotador e insistente quiquiriquí.
Otilia dejó de soñar, al menos, no recuerda ni un solo sueño y mucho menos una pesadilla que haya tenido en los últimos años de su vida; ella se pregunta, si será el exceso de kilos lo que no le permite soñar.
Hubiera podido casarse hace años, cuando la excesiva grosura aún no se había adueñado de ella; cualquier hombre que necesitara una mujer sin opiniones sobre nada, que prefiriera la comida casera puntual y la televisión al atardecer, se podía haber enamorado de Otilia. Cocinar, ver televisión, cantar, rezar y al final del día dormir como se debe, son acciones que ella sabe realizar con éxito.
Pero Otilia no tiene suerte, a cada uno de los pretendientes, los fue borrando, por una causa u otra; después, a medida que engordaba excesivamente, los enamorados ya no aparecieron. Constantemente se pregunta en voz alta, como es posible que se haya transformado en lo que es, una mujer rechoncha y obesa. Le cuesta demasiado comprender lo que según ella, la vida le ha hecho. ¡Qué soledad tan grande la de su adiposa humanidad!
Otilia, gordinflona, muy gordinflona, culpa para sí misma, a todo y a todos de su desgracia, de la forma gordona que ha tomado su cuerpo.
Vive en un desconcierto interno, brinca de la alegría a la tristeza, de la tranquilidad a la desesperación, cada vez que una aflicción en el cuerpo, la obliga a comer, come, come más aún y con avidez. Ella misma no entiende, por qué nunca puede resistirse a la comida, salada, dulce o picante, fría o caliente.
Al final del día, como todos los días de todo el año, se duerme después de invocar a sus santos, y rogarle a los poderes celestiales que le den fuerzas para adelgazar; para después preguntarse por unos instantes, si sus ruegos habrán sido oídos por los cielos, y si llegará la solución para ella; cierra sus ojos y sin apenas moverse, sumerge su voluminosa humanidad en el olvido durante nueve horas exactas.
Los que la rodean, muy de vez en vez la visitan, y nunca reparan en lo que acontece en el alma solitaria de Otilia.
En uno de sus rígidos y diarios hábitos, abre su closet, repasa metódicamente cada pieza de vestir; se imagina un armario con hermosos y estilizados vestidos, y después con resignación, para vestirse, coger una bartola ancha, muy ancha, hoy de rayas, mañana floreada, después de lunares, las tiene en muy variados colores, mas ninguna es más allá de una vestimenta amplia, muy amplia, mientras, en voz alta se dice -Soy una gordona horrenda.
La casa siempre está inalterable, a Otilia le gusta ir y venir cantando, de la sala con la televisión a la despensa, de la despensa a la cocina cantando, cantando y saboreando siempre alguna golosina, y de la cocina al patio, donde Chipko reclama imperioso aleteando y quiquireando, sus raciones de alimento, pues él ya ha cumplido su tarea, ya la despertó, y el jardín fragante está a salvo de cualquier plaga; hasta las seis de la tarde no se le vuelve a oír.
Hace unos tres meses, en la quinta al fondo de su casa, se mudó una mujer con sus dos hijos: Edecio de veintisiete años y Arnoldo de catorce. Los tres en una breve y cortés visita que le hacen a Otilia, se ponen a sus órdenes.
Un día, Edecio se asoma a la tapia contigua que rodea y separa el patio de Otilia del de ellos, en un momento en que ella como acostumbra a esa hora, está regando su perfumado jardín y, entablan una sencilla conversación que dura lo que dura la actividad del riego.
Edecio es un hombre cordial, con un cuello erguido, de pelo negro liso y echado hacia atrás, la nariz un poco grande, con una voz grave y cálida, y una mirada enternecedora por su color agua-verde, de unos ojos que miran joviales.
Ella lo mira con curiosidad y un ligero entusiasmo, como si de súbito hubiera perdido la noción de estar sobre la tierra. Desde hace mucho, muchísimo tiempo, ningún hombre le ha hablado así, lo que Otilia atribuye quizás a causa de su físico; pero él no hace reparo alguno, y conversa animosamente.
Se ha vuelto una rutina, una rutina deliciosa para Otilia, la visita de Edecio en el muro cada tarde de cada sábado. El horario del riego ese día, se ha transformado de quince minutos en media hora, hasta llegar a casi una hora. Le ha dado por sembrar más semillas de plantas aromosas, y con entusiasmo planta un rosal a punto de florecer; secretamente piensa que cuando florezca la primera rosa, ella le traerá suerte en el amor, ya que así dice una leyenda del pueblo donde nació, allí, al pie de la cordillera andina.
Momentáneamente, se le atraviesa un pensamiento gris, recuerda las palabras de sus hermanas en la última visita hace casi un mes:
-¿Qué te pasa Otilia? ¿Todavía no piensas en rebajar? ¿A dónde piensas llegar?
Le dice una de ellas con voz rasposa.
-Eres una necia; deberías enflaquecer y hacerle caso al primero que te proponga matrimonio.
Afirma secamente la otra hermana.
Y se acuerda como ella por respuesta, se limitaba a arreglarse el cabello, adoptar una expresión falsa de indiferencia y callar.
Tiene Otilia cuarenta y dos años, pero el tiempo es veloz en una carrera en la que nunca se extenúa; ella sabe, que en unos años aparecerán las arrugas, se vencerán las comisuras de los labios, las invasivas canas apagarán el brillo bruno de su melena, se volverá yerma y agria, y el cuerpo, su cuerpo, será más pesado, más obeso, más fláccido.
El domingo, es el día de molestar a Dios con su gordura; temprano va a la iglesia, a la que acuden más mujeres que hombres para pedir, para suplicar a una indiferente misericordia divina, clemencia a sus amarguras. Otilia se refugia en un extremo del recinto, aspirando el olor de las velas y alegrando sus pupilas con los fugaces chisporroteos, mientras oye los murmullos de los rezos como si se les hubiera dado cuerda. Apenas puede estar arrodillada mucho tiempo, es un tormento el dolor en las rodillas.
Una de las tardes de riego y coloquio, acordaron Edecio y ella, que la próxima conversación la tendrían en la salita de la casa de ella. Otilia le pide que sea el próximo sábado, a eso de las cinco de la tarde.
Ese viernes anterior al día convenido, el acicalamiento es intenso, se esmera en elegir el color del esmalte de uñas a juego con el tono del vestido; lava su negra y bucleada cabellera doblemente, añade perfume al enjuague y una vez seco el pelo lo cepilla el doble de siempre. Se tarda en elegir la ropa para ese sábado, selecciona un traje primaveral de dos piezas que le esconde mejor sus voluminosidades. En el día, ha horneado unas galletas que sabe le salieron deliciosas, y piensa acompañarlas con unas tazas de chocolate caliente.
Esa noche se dirige del tocador a la cama en puntillas, parece flotar como su corazón. Otilia está enamorada.
Llega el sábado, nerviosa, no sabe que hacer; desde el día anterior ha preparado todo y está muy ansiosa, siente impaciencia en el pecho, y se entrega con ardor a la espera.
Desde tres horas antes, a las dos, ya está arreglada. Para hacer tiempo trata de entretenerse; cuelga maniáticamente los vestidos en el ropero por orden de estampados y colores, acomoda su delicada ropa interior en el cajón y organiza sus innumerables productos de belleza sobre el tocador. Sólo le queda esperar… nerviosa, prende el televisor y se hunde en uno de los sillones de la salita a dar tiempo al tiempo.
Las cinco en punto, oye el timbre, es Edecio; le abre una Otilia tan asustada como enamorada. El barrio está sumido en un silencio pegajoso.
Asoma el pliegue de una sonrisa en sus labios, la mirada se agranda, y hasta sus hermosas pestañas se agitan picarescas.
Se encaminan a la salita y se instalan en los dos únicos sillones que hay, apretujados entre coloridos cojines. Él habla del patriotismo, de los programas sociales, de los sacrificios que el pueblo hace, de los bienes públicos y privados, abriendo y cerrando sus manos con vigor. Ella callada, se limita a escucharlo atentamente aunque no entiende nada de lo que dice, lo oye como en sueños; ya la sola presencia física de Edecio es suficiente para que Otilia se sienta felicísima.
Chipko, puntual e indiscreto, a las seis en punto despide la tarde con su escandaloso canto. Edecio furtivamente mira el reloj y la mira a ella, más no hace el mínimo gesto de levantarse y ella tampoco.
Al rato, al despedirse, se siente ebria de amor, tiene el impulso de besarlo en la mejilla, pero no se atreve.
-Sólo Dios y yo sabemos lo que hay en mi corazón.
Se dice a sí misma.
Hubiera querido poder entender lo que Edecio dice en las conversaciones, la energía para exponer sus ideas y su anhelo de transformar la vida. Tal vez, algún día, cuando fuera más delgada, podría pensar así, y llegaría a su altura.
Las visitas sabatinas se volvieron fijas e intercaladas con otras, las de los martes. Cada tarde de esas, se compenetran más. Ella empieza a leer el libro que él le recomendó, con un diccionario al lado que también le prestó. Las conversaciones abarcan otros temas, ella le habla del uso de las plantas aromáticas en la cocina, de cómo apareció Chipko en su vida, de su familia, de sus ideas religiosas, de su tedioso trabajo, de poco más podía hablarle, era su limitado repertorio.
Y empezaron a quererse, a detenerse en las miradas, a recoger sus manos en las del otro, a saborear al mismo tiempo los variados dulces que ella le ofrece, empezaron a amarse, despacio, sin apresuramiento, cual gotas de eternidad. Ella a él, lo mima como a una hermosa planta, a la que tiene que cuidar con gran esmero en un áspero suelo. Él es espléndido, en cada visita se aparece con un regalo. Ella sabe lo que es caro, él lo que es bueno, una combinación perfecta.
Ambos se vuelven más audaces, en la última visita, cuando ella se reclina a ofrecerle otra taza de chocolate, él le acaricia la mejilla y se la besa desviándose a los labios, para rápidamente cubrirle el rostro de besos. Y esta vez, hablaron del amor y de la soledad. Al despedirse, él la estrecha como puede contra sí, Otilia se siente arrobada con el abrazo.
-¿Te gustaría que nos fuéramos a tierras lejanas, como suelen contar los cuentos de aventuras? – le pregunta Edecio mientras la acaricia.
La pregunta se le acerca lentamente, como si llegara de un viaje de un mundo extraño. Otilia se alisa nerviosa el vestido floreado, y echando hacia atrás la cabeza y removiendo coquetamente el cabello, le responde.
-Contigo quiero estar, a donde tú vayas yo voy.
Quedan, en que durante las dos semanas próximas no se verán, pues él tiene que viajar al interior, pero el segundo sábado, se amaran con la intensidad de los cuerpos. Otilia le echa los brazos al cuello, y Edecio no se reprime y le acaricia el asomo de los pechos en el escote; el deseo en ambos y el susto además en ella, los acompañarán hasta ese día de la nueva cita.
Se va Edecio, y una vez cerrada la puerta, Otilia está embargada de alegría, es presa de unos deseos insostenibles de cantar, de danzar, de hacer cualquier cosa alocada, de abrazar a la primera persona que se encuentre, hasta de beber para olvidar sus cuarenta y dos años y su gordura, que parecen esfumarse ante el asalto del amor. Necesita música, movimiento, luminosidad, su corazón reencontrado ardorosamente se está rebosando. Tiene por delante varios días, para preparar al detalle ese que será un día radiante. Su soledad ya ha durado demasiado.
Repentinamente recuerda, que el domingo anterior al sábado de la cita, es el día que sus hermanas le harán la obligada visita familiar.
Durante esos días, come menos, mucho menos, no vuelve a probar ni siquiera las ensaimadas que se prepara. Saca del cajón un pijama de seda que la tela susurra, lee un libro de poemas galantes que él le prestó, llena la casa con sus afinados y sonoros cantos. Otilia está feliz, feliz como no lo ha estado desde hace tanto tiempo, y siente alegre su cuerpo, hasta más ligero lo siente, y que vibra como si danzara, es una sensación íntima y placentera, y se pone a entonar románticos boleros. Para ella, Edecio reúne lo más portentoso del amor. El deseo al pensar en él se entrelaza desde sus ojos a su piel, desde su piel a sus entrañas.
Faltan todavía un par de horas para que se acueste, prende la televisión, se arrellana en su sillón, con un postre de hicacos en un platillo, y se dispone a entretener si es que lo logra, la mente y el cuerpo de los impulsos de verlo de nuevo.
Al día siguiente es domingo, a las nueve y media de la mañana suena el timbre de la puerta, son las dos hermanas que llegan a tomar con ella el rico desayuno que Otilia les tiene siempre preparado; piensan también como persistentemente lo hacen, aconsejarla sobre su gordura e insistirle en que se busque un marido.
Tocan el timbre con insistencia, nada sucede, pasan a golpear la puerta con los puños. Inútil, nadie la abre; ellas con la llave de repuesto que tienen de la casa de Otilia, la abren.
Por la ventana penetra un solecito alegre, y de la calle asciende un ruido ronco de domingo.
La ven sentada en la sala, en su sillón preferido, rodeada de los vistosos cojines, el platillo con los hicacos está desparramado en el suelo y la televisión prendida. Otilia, está muerta.
Una trombosis la noche anterior, dictaminó después el médico.
Es una mañana en que el cielo resplandece en azules, lavado por el fresco de la noche de verano.
En el rostro de Otilia, hay un hermoso gesto de alegría como nunca antes lo habían visto sus hermanas, y sobre el regazo, una rojísima rosa primorosa de su rosal. Había florecido el día anterior, augurándole el amor y Otilia la cortó con primor, la leyenda se cumplió, el amor llegó a su vida.

Fernando Botero (Colombia)
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