Sufrieron hasta ese grado en que la angustia
se transforma en enfermedad mental.
Borís Pasternak.
La rabia de los celos es tan fuerte, que fuerza a hacer cualquier desatino.
Miguel de Cervantes.
Eleonora más que caminar se desliza aérea como flotando; es una mujer fibrosa y menuda. Delgada, muy delgada, con una delgadez tal, que parece no tener fuerzas en sus dedos de pájaro, ni para pulsar el teclado de la computadora que tiene sobre su mesita de trabajo; los labios los mantiene torturados en un gesto que insinúa la existencia de un constante malestar, el cabello lacio y largo de un castaño oscuro recogido en una cola, y unos ojos pequeños, demasiado pequeños.
Es tal su insignificancia, que los hombres no reparan en ella, mejor dicho, poca gente nota su presencia. Da la impresión, de estar toda ella habitada por una nada diminuta y fantasmal.
Sin intereses culturales, sin la mínima inquietud filosófica, opaca, insulsa, pero eso sí, con unas desesperadas ansias de salir de la agobiante situación de soledad en la que vegeta.
La casa donde Eleonora vive, se encuentra enterrada en un barrio conocido por el nombre de La promesa.
El interior de la vivienda está iluminado apenas por unas ventanucas que encajan mal, las paredes desconchadas y los lugares en desorden y repletos de trastos. En el patio sediento, crece un solitario árbol de mango con la corteza ennegrecida y reseca; por la puerta que da a él, se cuelan cada vez que se abre, ráfagas de insoportable calor que llegan hasta la médula de la casa, y si llueve, las goteras del techo, obligan a desplazar tobos de un lado a otro que a cada rato hay que vaciar.
Su padre había sido mecánico, y su apasionamiento fue solamente para las herramientas. Su madre padeció de hipocondría, y sus pasiones fueron las medicinas y las visitas a casi todas las diferentes especialidades médicas, sin que ninguno de los galenos le hubiera diagnosticado nada que justificara sus cuadros sintomáticos, y cuando murió, irónicamente no se postró con ningún mal real, ni emitió un quejido.
Vive Eleonora, acompañada de una hermana mayor solterona como ella, con trastornos de carácter, que brinca de la calma a la agitación en segundos; es una réplica de la madre tanto en la expresión como en las manías, en los gestos y en la entonación chirriante de la voz. Al igual que a su madre, a su hermana siempre le duele algo, unos días los pulmones, otros la garganta, o el estómago, la cabeza, los ojos… los imaginados dolores le recorren el cuerpo fantasmalmente, y ella maniática, se esfuerza en hacer parte de sus enfermedades a todos los que escasamente suelen rodearla. Cuando se siente mal, que es casi todos los días, atraviesa como una furia las estancias de la casa quejándose de esto, de aquello y de lo otro, hasta llegar a quejarse de una cosa, y al poco tiempo de la contraria. Mientras esos furores suceden, pues los momentos de paz, nunca son de paz, sino de tregua, Eleonora, si no está en el trabajo, permanece callada, no dice nada, ni pregunta ni afirma, ni reclama, se limita a hacer silencio y recogerse en su habitación colindante con la de la hermana, a resignarse sollozando, y arrullarse el rostro con ambas manos, prometiéndose que ella saldrá de esta situación a como diera lugar.
Todo en derredor parece roto, desvencijado, como si desde que Eleonora hubiera nacido, estuviera el mundo que la rodeaba casi destruido; ya cuando era una niña, las vidas de sus padres estaban rotas.
Los días laborables, metódicamente, a las seis de la mañana Eleonora se toma su primer sorbo de café bien cargado. Poco antes de las ocho, ya está puntual en su trabajo y se sirve un segundo café de la máquina de la oficina; después, se va a su reducido espacio de labores donde apenas tiene una silla, una mesa-escritorio mínima, una computadora, y una ventanilla de vidrio para atender a los usuarios de las oficinas de la Notaria Pública y, a los abogados que reclaman a diario las documentaciones ya notariadas.
Uno de esos tediosos días, Eleonora nota, que entre los numerosos abogados que recurren a su ventanilla buscando documentos, un hombre muy sobrio, siempre de traje y corbata como su trabajo en los tribunales lo amerita, siempre le guiña un ojo y sonríe cuando ella le entrega los documentos que diariamente requiere. Es uno de los tantos abogados que llegan solicitando recaudos legales. Es un hombre afable, caballeroso, su nombre Dr. Elio Azuaje.
Eleonora lo empieza a mirar y atender cada vez que él solicita algún papel, con más complacencia que al resto de las personas que acuden a su ventanilla, mientras empieza a fantasear con un posible romance.
Una tarde, casi finalizado el trabajo, aparece Elio en su ventana, y después de recoger un documento, caballerosamente la invita a tomar un café en la cafetería de enfrente, del otro lado de la calle, como una manera de agradecerle su esmero al atenderlo. Ella, ansiosa para sus adentros, acepta rápidamente; y así ocurre durante varias semanas. Casi todas las tardes al salir del trabajo, se repite la invitación, y se dirigen al mismo café; ya se les vuelve un hábito.
Después de un tiempo, salidas, y conversaciones en las que ella es solamente una escucha, conoce los horarios, y algunas de las costumbres y rutinas de Elio. Se entera Eleonora, que él es divorciado, con una hija en el exterior, que es jugador de ajedrez, le encanta el teatro, y que su situación económica es muy estable. Comparten algunas actividades culturales, una que otra película y conoce unos amigos de él; poco a poco, es una rutina a la salida del trabajo.
Lo que para Elio es una amistad sencilla y sin complicaciones, que nunca pasará más allá de esos sentimientos; para Eleonora, en su corazón, es un apasionado enamoramiento que está enraizando en amor. A partir de allí, Eleonora empieza a vivir en un mundo en el que el amor existe cada minuto de su vida.
Transcurren unos meses, hasta que un día, Elio, su amigo confidente, le dice muy entusiasmado a Eleonora que se ha enamorado, que se trata de una mujer muy apasionada, una guapa morena que conoció en el trabajo y es abogada como él. Eleonora da un vuelco súbito, y de nuevo, a partir de ese instante, y de un día para otro, empieza a llevar la vida fantasmal que vivía antes de conocer a Elio.
Al entrar en el autobús que la deja en el trabajo, ya no se sienta, se desploma en el asiento; la expresión de tristeza no le abandona el cuerpo y el rictus amargo en sus labios se acentúa aún mas.
En el barrio La Promesa, los vecinos no la vuelven a ver sonriente, sentada al atardecer, en el reducido y sombrío porche de la casa como solía hacerlo los últimos meses.
Eleonora se obliga diariamente, a simular una sonrisa ante los compañeros y usuarios en las labores de la notaría, pierde el gusto por las actividades sociales y culturales a las que había asistido con Elio, hasta el apetito se le reduce adelgazando aún más todavía. Mientras se esfuerza, en que su expresión no muestre ningún cambio y finge, finge que vive tranquila, pero la boca suele decir cosas que la mirada desmiente.
La cocina en el hogar de las hermanas es muy pequeña; antes estaba ordenada y limpia, solo ella se encargaba; ahora, está repleta de ollas, sartenes, platos, tazas sucias y otras cosas amontonadas sobre las estanterías, y ni ella ni su hermana hipocondríaca, que nunca lo había hecho, se preocupan de ordenar.
Cuando se acuesta Eleonora, el tacto de la sábana al meterse en la cama se le asemeja a una mortaja, fría por el aire acondicionado que calma el calor de la habitación; cada objeto que en hay dentro, está tan frío como ella misma se siente. Solo una vez dormida, el sueño se le convierte en un remanso de tranquilidad.
Cada vez que Eleonora se mira en el espejo, no puede olvidar cómo era su rostro antes de adquirir las facciones agrias del despecho, de los celos y del resentimiento.
– Una tonta, una invisible, eso es lo que eres – se repite con voz seca y cansada frente a su imagen.
Elio por su parte, ha espaciado las invitaciones para Eleonora, hasta anularlas, y se vuelca en la mujer de la que está enamorado. Cuando recoge los documentos, ya no es un guiño y una sonrisa la despedida, se limita a un cortés saludo y sin invitación al café de enfrente.
Transcurren así dos meses, y de un día para otro, Eleonora cambia drásticamente sus sentimientos y su conducta para con Elio, para con los que la rodean tanto en el trabajo como en el vecindario, con su enervante hermana y consigo misma. El cambio se produce violentamente; al principio había sido un decaimiento, un abatimiento, una razonable consternación; después, repentinamente, el rencor y la posibilidad de una venganza se empieza a enquistar en su espíritu. Nunca ella había imaginado ese sufrimiento, se encuentra indefensa, con dolor, con rabia, con odio y con miedo; hasta que llega el momento en que ese nuevo sentir ácido, amargo y vengativo, acapara día y noche su mente.
Frente a Elio, ajeno y distante, ella no muestra ninguna emoción, lo atiende como a cualquier otra persona que acude a su ventanilla. Todo ello le produce una pena sin límites y no se permite cerrar la herida, al contrario, la hurga mientras se adueña de ella el aborrecimiento y el resentimiento, pero absurdamente, no contra Elio, sino contra la mujer que la desplazó, a la que conoció una tarde en el trabajo cuando él se la presentó.
Eleonora se ha transformando en una mujer seca, desabrida, brusca, antipática, intratable. Se arrepiente de todo, de llorar, de dormir, de trabajar en la notaría, de vivir con esa hermana, en esa casa y en ese barrio al que las promesas no llegan nunca a pesar de su nombre. Pero no se resigna a que otra se lo haya quitado.
Al principio asoma la venganza, solo como un murmullo, como un rumor interior, como el zumbido de un enjambre de insectos que se le encaja dolorosamente en su corazón. Después, ya mantiene entre ceja y ceja a la usurpadora, la odia de día y de noche, en todas partes y lugares a donde el pensamiento le lleva a Eleonora la imagen aborrecida. El odio crece día a día, noche a noche, insomnio a insomnio, hasta alcanzar una intensa perturbación en su mente, y ese dolor del despecho, que tan conocido es para muchas mujeres, ella lo siente por primera vez, y es único e insufrible para Eleonora.
Empieza Eleonora a traspasar el horizonte de la cordura. De ahora en adelante, elucubra la manera de deshacer esa relación acabando con la odiada mujer; de imaginar las formas como destruirla, y acopla a sus sentimientos vengativos, sus celos y su exacerbado encono.
Al llegar al trabajo, apenas habla. En lugar de una taza de café, toma varias una tras otra compulsivamente, en silencio, pálida y ojerosa, haciendo tintinear la taza y el plato con el temblor nervioso de sus pequeñas manos. Después, muy alterada, camina de un lado a otro irascible, hasta lograr ocupar su lugar en la ventanilla de la notaría, se estira las arrugas de la ropa ahora descuidada y se acomoda nerviosamente la cola de caballo.
Cuando regresa a su casa, en su dormitorio, le da por mirar constantemente su imagen en el espejo, y se queda un largo rato enfrente de ella, casi rígida, se mira directamente a los ojos y aprieta los labios, se palpa la cara, se acaricia los párpados, y por sobre todo, el vientre que sabe quedará estéril. Tiene sudorosa la frente, cierra los pequeños puños y le tiemblan los brazos. La imagen de Eleonora aparece en el reflejo, como los desechos de un animal marino abandonado en tierra por la marea.
Se queda casi inmóvil mirándose, como queriendo saber la causa y la razón por la cual ella está en este mundo sufriendo así.
Pasa las noches despierta, en vilo, con los ojos desorbitados mirando fijamente el techo y restregando sus manos una contra otra. Y llora, y sigue llorando y llorando durante todas las malditas noches de insomnio.
Acaba abandonando el trabajo, razón por la que es despedida. Busca ansiosa varias alternativas a su sufrimiento y consulta psicólogos; desencantada, visita astrólogos, curanderos, videntes y hechiceras, quienes a sus maneras, cada uno le va presentando soluciones ya inútiles, ya perversas. Toma dos pastillas diarias de ansiolíticos y realiza sesiones de respiración consciente como método de relajación por indicaciones del psicólogo, hastiada, manda realizar trabajos de magia, prende velas, inciensos… en su desespero acude a cualquier recurso; intenta la meditación mas no logra concentrarse en nada que no sean las imágenes de él y ella, y cuando sospecha que está a punto de lograr una pizca de serenidad y equilibrio, un manto tupido y nebuloso la separa de su objetivo, es el rostro de la mujer usurpadora del amor de su Elio.
No puede entender, como en un mundo donde cada día ocurren cosas maravillosas, no se pueda solucionar un simple asunto amoroso para ella tan imperioso; no puede resignarse.
Se queda anémica, mucho más demacrada y macilenta. No quiere casi comer, ni salir, ni hablar apenas; hasta al levantar el celular, cuando escasamente suena, lo hace con un esfuerzo como si le pesara una tonelada. Todo le sale mal, le tiembla el cuerpo en su interior, no tiene control sobre su mente, está perdiendo el juicio.
Una tarde temprano, en que el sol persiste en sus encantos naranjas en medio de un intenso azul, y el aire huele a limpio, está Eleonora sentada y desmadejada en su mecedora en el porche, con la espalda curvada, las piernas apretadas nerviosamente una contra otra y las manos aferradas a los brazos de la silla como si fuera a caerse, y la mueca amarga en sus labios más acentuada aún.
Repentinamente, una vistosa y delicada mariposa blanca nacarada se posa en sus rodillas. Eleonora con violencia que ya no contiene en su trastorno mental, con una burlona sonrisa y unas ganas incontrolables de matarla, se apresura a atraparla; la mariposa lucha por escapar, ella con una mano le sostiene con sus esqueléticos dedos las puntas de las dos hermosas y frágiles alas, la sacude con rabia y aprieta tanto, que las alas se despedazan en sus dedos como papelillos, y cae al suelo el cuerpo de la pequeña mariposa que indefensa, aún se mueve con torpeza intentando volar, pero ya no puede y queda inmóvil. Con la mirada extraviada, con saña y un gesto de aversión, la aplasta y restriega contra el suelo con goce demencial.
Su rostro cambia de repente, se alteran más aún sus facciones, se levanta con aire triunfal, con una sonrisa desquiciante, con un gesto de locura en el semblante y una expresión desfigurada por el desvarío.
Al fin logró resolver su angustioso problema, Elio volverá de nuevo con ella y nunca, nunca jamás, nada se interpondrá entre ellos, ha destruido totalmente a la hermosa mujer morena.
Un grito estridente de alegría, araña la garganta de Eleonora.
– ¡Ella, ella era una mariposa! –