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UN GRITO POÉTICO IRRUMPE EN EL SILENCIO DE LA MUERTE. Por María Cristina Solaeche Galera

Esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo…

Para todos tiene la muerte una mirada.
Cesar Pavese

Es en nosotros, y no en otra parte,
donde se halla la eternidad de los mundos.
Novalis

El nudo de un grito irrumpe y se atraganta en la garganta, veda la voz, roba las palabras. La muerte precede al vocablo y cada muerte tiene sus muy ajustadas palabras; entonces, solo entonces, queda visible lo que  pertenece de ella al ser y a su tiempo.

Nos preguntamos: ¿Hay una sola entonación al morir? ¿Hay una sola  voz en la muerte  y el resto son tonalidades?  ¿Es un muro levantado por el silencio?

El epígrafe que acompaña a este ensayo a modo de frontispicio, es la voz del poeta italiano Cesar Pavese, nos da singular iluminación para el tema de los poemas elegidos en este ensayo.

Luis Perozo Cervantes, es un poeta zuliano, cuyos poemas sobre la muerte intento desentrañar en este ensayo. Él ama intensamente la vida, es amante de los placeres, de lo ético, de lo sensual, del ser humano y del universo. Con apenas 29 años, edifica un corpus scriptum, una gesta creadora de innegables creces, que descuella en el género poético.

Sus poemas sobre la muerte, son una aguda convocatoria que demanda el exilio interior frente a la desgarradora pesadumbre existencial que la muerte provoca. Son poemas que no podrán dejar indiferente al lector, marcados todos ellos por una sensibilidad estético-literaria admirable.

Indudablemente, este joven poeta, alcanza un vehemente y tenaz verso en el que despliega el aturdimiento y el vacío provocado por una muerte que cruje y chasquea entre el silencio y los vestigios que van desapareciendo de la vida; así, de esta forma poética, Luis Perozo Cervantes desahoga su perplejidad ante ella. Desahogo que no lo vive impune, es la suya una voz testamentaria de su tiempo. Es una voz que registra un timbre elocutivo e íntimo, en un lenguaje desinhibido, irreverente y heterodoxo, pues para él, la poesía es un acto creador solamente posible como un acto supremo de libertad.

Cuando la muerte asoma su carioso rostro, ya la vida es una entelequia, una irrealidad, ya no es posible vivirla, y en tal atormentada imposibilidad, el poeta gravita la senda acongojada y tortuosa que debe construir para conjurar la inmortalidad, en un viaje a través del poema que sobrellevará la disolución de las coordenadas del tiempo y del espacio.

Ya no se aceptan paisajes determinados, porque tampoco se accede ni se depende de  umbrales visibles. Todo, absolutamente todo, queda segado por un pensamiento en el que ronca y jadea la baraúnda de la muerte. Se desacraliza la naturaleza, y urge apoderarse de una peregrinación poética a través de la frágil luz en la que el poeta protege y defiende su humanidad, cuando vuelve su mirada hacia aquella cerrazón que no permite el regreso.

A medida que leemos los poemas, más se hace sentir la estremecida aflicción por la muerte.

DIOS NO BASTA PARA MORIRSE
(…)
un cuello de cruces no recupera nada
igual la soledad nos inmola
(…)
cada sonrisa que dimos es un gusano
y como la vida no tiene nada que ver con eso
no podemos pedir perdón a los ángeles
(…)
los tribunales no hacen juicio a la gusanera
nadie soporta el ronquido del indecente
no se aguantan, lo entierran a uno a los dos días
(…)
los más inteligentes, los más queridos, lo queman a uno
para evitarnos el disgusto del gusano 

Ya nada te corrige
te pudres y nadie espera verte
(…)

(De Prontuario)

Son poemas auténticos, genuinos; es Luis Perozo Cervantes un poeta que escribe con esclarecidas palabras y la multiplicidad de sentidos que ellas expresan; con impacto en cada verso en la sensibilidad del lector, por el tema, la sonoridad, el matiz de la voz que desde la página pronuncia el poema, los inesperados cambios de tono, la espesura, la provocación y la ironía del verbo admirablemente enlazados en el texto poético.

Es su palabra literaria, un grito poético que se entrega a la imagen de la muerte, con un fiero desasosiego que cede el paso al verso. Se hace negrura el poema, para descender a lo velado, y al hacerlo,  queda indefenso en completo desamparo el poeta. Y se queda solo, solo en la muerte y con la muerte, alerta, agudizando los sentidos hacia ese escondrijo oscuro que está siempre preparado para engullirlo a él y a todos, mientras cada palabra poética le trae las voces del silencio del final.

LA MUERTE ES LO INFORME
y su curación satura todos los recuerdos

el río que tiembla en la vela
el quiebre del rito en la voz
maquillaje final del frío

con la muerte, se hacen enormes las lagunas
se extienden a reinos musicales las sorderas
sonríen los aires fatales de la espalda

la muerte, que a lo inmóvil nombra
nos queda en la piedra de la memoria

el poema es informe
y su forma es la sombra
(…)

(De Prontuario)

Es esta poesía de Luis Perozo Cervantes, la memoria desdibujada entre la vida y la muerte que crea un espacio tan real como imaginario, en una zona desolada en la hondura del inconsciente, donde al poeta le gusta tanto andar y desandar, tropezando con un extraño ficticio y la sombría certeza de verse desterrado a la muerte propia y a la ajena, a su devorante arcano.

Un desasosiego que es una forma de hacer palmaria la nada, sin confundir esa angustia ante la muerte, con el miedo a dejar de vivir. No es una flaqueza pasajera del poeta la que entrevén estos poemas, es sin dudarlo, una disposición afectiva existencial que tiene la peculiaridad de atesorarse en la holgura de la palabra hacia el silencio de la muerte, y por ello, no le es permitido evadirse de su finitud y trata de rescatar la memoria de la identidad perdida, e incubando en el Tánatos, escribe el poema para expresar los rastros que la muerte deja en su interior, para aspirar a desanudar las ataduras de la nada, y el dolor no es punzada, es peor aún, es un vacío que desea llenar desde sus adentros con la palabra poética.

El mítico Hermes, lleva un caduceo en la mano, una vara rodeada de serpientes entrelazadas, con la que guía a los muertos a su destino final; Luis Perozo Cervantes, trata de arrebatarle la vara para evitar ese destino.

Pero la vida, no puede ser concebida sin su destrucción, la muerte; y no puede el poeta impedirle a la muerte que lleve a cabo su despiadada y feroz faena.

Que fácil pareciera estar vivo, sin embargo, hiere tan trágicamente el instante en que los ojos rotan hacia la oscuridad infinita, y la mirada empieza a oscilar entre las hilachas que van quedando y desprendiéndose de la realidad del vivir.

HE EMPEZADO A MORIR COMO SE DEBE
(…)
palidezco a los vientos nasales del desierto
rojizo, en el contorno, me espera mi cuerpo
éstas son las medidas dignas de mi tumba
una fosa común para la rosa
tornasoles y caleidoscopios obsoletos
pararrayos que ya no soportan su destino
tiempo de lluvia en hormiguero larvario
estos huesos que roncan de dolor como la noche.

(De Prontuario)

El poeta, en los poemas a la muerte del padre, permanece melancólico, y  se zarandea en el armazón de los versos. La memoria y su reflejo, el tiempo ido y la nostalgia coinciden, y desembocan en cada palabra con la que  intenta proteger el recuerdo del olvido del padre, manteniendo fuera del lugar las prohibiciones del tiempo cronológico.

VOY A VIVIR EN VOS
a buscarte en la tierra
donde se nos ocurrió ponerte

vos que no te merecéis tumbas
ahora tenéis una
olvidada en lo más cerca del recuerdo
orillada ahí, en el no quiero saber por qué
(…)
por vos estoy seguro que Dios no existe
clarito estoy
sino para que te morís tan pronto
de que le servís vos tan tullido allá arriba

(De Vos por siempre)

La fragilidad del ser, la enmohecida vulnerabilidad en el exilio de la muerte y su eterno despeñadero desde la sima del espíritu, se enseñorean en cada poema.

La muerte, los dioses y los fetiches religiosos, la convicción heideggeriana de ser un ser para la muerte, marca estos poemas.

NECESITAR DECIR ALGO, ESCRIBIRLO, NO DECIRLO
flores para todos los ausentes
un cuerpo cosmogónico de gordo y excitado
los fallos en la puerta de atrás, clavos con espinas
rodear con los brazos
la única camisa que la muerte ampara
tener los ojos cerrados, sin compungido gesto

los muertos no saben nada de la ironía
no fueron a la escuela, ni se burlaron
de los anteojos de un niño
para disfrutar no hay cursos
para los doctores de la academia de la muerte
no hay bacinillas
solo los buenos tiempos
donde las iglesias y los bares fueron vecinos
(…)
al morir nos arde la parte blanda de la memoria
los pobres no pueden llevar su muerto
los ves en el barrio y en el velorio
buscando para juntar las flores
(…)

(De Prontuario)

El revoloteo de la muerte reclama al silencio, mas el poeta Luis Perozo Cervantes protesta, reprocha, acusa y crea irrumpiendo con su grito poético, las voces de aquellos que una vez desterró la vida y atragantó el silencio de la muerte.

LAS SORTIJAS DE LA TRANSPARENCIA – María Cristina Solaeche Galera

Yo me consolaría si pudiera
verla, tres horas, dos, una siquiera,
aunque en ese momento de ventura 

Me cegase la luz de su mirada

Cruz María Salmerón Acosta

Esteban llega después del trabajo como todos los días de lunes a viernes, a su apartamento casi solitario.

Allí queda un perro, que una tarde, mientras Esteban y ella paseaban por una callejuela, encontraron desvaído y hambriento, y aún así les movió su cola; ella amorosa, recogió, cuidó  lo llamó Argos diciéndole:

– Te llamarás Argos, nos reconociste sacudiendo tu cola, como el perro de Odiseo en su regreso a Itaca–

El edificio tiene veintidós apartamentos, y en realidad, él no tiene relación alguna con los vecinos. Ella era la que asistía a las reuniones del condominio; él apenas intercambia en el ascensor una sonrisa inofensiva, y un lamento banal sobre la situación del país.

Al entrar al apartamento y cerrar silenciosamente la puerta, Esteban se va desprendiendo de casi todo, como un árbol seco de sus hojas; sobre la pequeña consola de la entrada deja las llaves, los lentes, el bolígrafo, el peine, el celular, las pastillas de menta, el documento de identidad, y sobre el suelo el maletín.

Mira en torno, sacude la cabeza para espantar tristezas. Prende el aire acondicionado, se quita el saco, la corbata, y se arremanga la camisa.

Quedan los muebles colocados tal como estaban, sus propias pertenencias y las de ella, el resto está vacío, vacío de ella, vacío de su aire y de su tiempo.

Ni los libros en desorden, ni los cigarrillos colmando los ceniceros, ni las notas de los boleros lagrimosos, ya no aparecen las manchas de lápiz labial en la almohada, ni se oyen los tres timbrazos en la puerta a su llegada.

En la cocina, silenciosa, sin el ruido mineral de los cacharros que ella laboriosa trasteaba, Esteban se prepara un café, y con la taza humeante se sienta en la pequeña mesita; enfrente está la otra silla, está vacía, es la de ella.

No descubre nada en derredor que no sea el recuerdo de su imagen, y cavila.

–Cuanto más intenso ha sido el amor, más intensos y exaltados son los recuerdos–

Lo invade una sensación de cansancio, de somnolencia. Después de tomar el café, se encierra en su escritorio con una botella de vino y una copa, le ha dado por beber en la copa de ella, y en el estéreo suena la última obra orquestal de Mendelssohn, el concierto de violín.

Saboreado el vino y disfrutada  la música, Esteban se siente algo sereno, y con paso aligerado y un recelo que no puede evitar nunca, entra en la habitación que compartió con ella.

Se acerca al espejo del tocador que tantas veces la reflejó con coquetería, y contempla Esteban su propio rostro; se le antojan extrañas sus facciones, ya no son las mismas que ella acariciaba. Se inquieta, se da cuenta de que no guarda en su memoria su propio rostro acariciado, y clava sus ojos en la mirada neblinosa que desde el espejo también lo mira.

Una sensación de finitud, como si la mente se fragmentara y dispersara en recuerdos de un momento o de otro, lo asalta.

Detalla cada objeto sobre la peinadora: un alhajero, una rosa artificial y retorcida sobre un primoroso florero azul, unas tijeras, un cepillo, todo ha quedado donde lo dejó.

Cuando llegó el médico, ella ya había muerto. Esteban desde hace un tiempo, duda del carácter definitivo de la muerte, es el dolor y el extrañarla que lo hacen vacilar. Lo que más lo agobia, es que muriera cuando más dichosos eran; todavía recuerda con exactitud y angustia, los sonidos de las dos palabras rotas con la que ella se despidió de él, y en voz baja para si  mismo se las repite.

Le cuesta mucho, demasiado quizás, la idea de vivir sin ella, suele antojársele a veces imposible pero no le queda otro remedio, es el instinto del vivir y tiene que sobreponerse a este día, como se sobrepuso ayer y anteayer y tendrá que hacerlo mañana. Los tiempos en que de amor se moría, ya habían pasado si es que existieron.

Cansado de un día de agotador trabajo, Esteban se acuesta; conserva su lado de la cama, el otro lado reclama silencioso la ausencia; ajusta la hora en el celular y trata de dormir, mas es inútil, se queda despierto hasta cerca de la madrugada dando vueltas en la cama con apenas la luz tenue de la lamparita.

Toda la noche agitándose, explorando en su memoria la imagen de un rostro, de una mirada clara de mar en calma, de una falda azul floreada, de una mano con dos sortijas y una sonrisa cómplice. Quiere abrazarla, pero aunque agita los brazos y mueve los labios, no le sale la voz y los brazos extendidos  envuelven el aire.

Los recuerdos como pájaros revoloteando, se esconden y vuelven a mostrarse, no le permiten conciliar el sueño y cuando llega el alba lo encuentra adormilado; es una mañana clara y húmeda de septiembre, en la que ya se adivina la lluvia del atardecer.

Ella murió un marzo, en una madrugada agonizante, Esteban enloqueció de dolor. El tiempo se empeña en esconder su desconsuelo en el olvido. Se da cuenta, que cada día desde que ella falleció, no ha logrado que su imagen le sonriera desde el recuerdo.

Era jueves, ya muy tarde, había anochecido, y Esteban se entretenía leyendo un libro de mitología, que un colega del trabajo le había prestado el día anterior.

Inesperadamente oye tres timbrazos en la puerta, – fueron tres timbrazos – pensó: tan iguales a los que ella acostumbraba a tocar cada vez que llegaba, que el corazón se le aceleró.

Desconcertado por la hora y sus alocados pensamientos, se apresura para abrir; Argos se levanta enseguida y moviendo frenéticamente la cola en señal de alegría, llega a la puerta antes que él. Al observar la conducta del perro Esteban, más confiado abre la puerta.

Allí, en el umbral está ella, es su imagen traslúcida, poco menos que real, es transparente, totalmente trasparente, el rostro, la ropa, los brazos, las piernas, hasta los zapatos son transparentes, toda ella es una transparencia; pero los ojos, los ojos no, la mirada clara de mar en calma, es cálida, tan hermosa como la recuerda Esteban en la última mirada que ella le dirigió.

Es ella, sin duda alguna, hasta Argos la reconoce y agita alegremente su cola intentando sin lograr olisquearla.

Es una transparencia, es traslúcida toda ella excepto los ojos; él puede ver a través del vaporoso vestido azul floreado, entre los vuelos se insinúa su cuerpo, ese cuerpo que tanto había amado.

Esteban estupefacto, ansioso, perturbado y amoroso de nuevo, no acierta a reaccionar. Sabe que debe permanecer en silencio, la transparencia no mueve los labios, no emite ningún sonido.

De repente, ante un Esteban atónito y perplejo, ella extiende su mano trasparente con dos nítidas sortijas, toma la mano de él y se la lleva a su propio corazón sin dejar de mirarlo, después, lentamente, la apoya en el corazón de Esteban que late sobresaltado.

Repentinamente, un cambio de tonalidad en los ojos de ella que resbalan lágrimas, la transparencia se desvanece, se disipa lentamente ante un Esteban aturdido, amoroso y confundido, que queda con su mano sobre el pecho, cerrada y apretada, muy apretada; vacila, contiene el aliento, poco a poco abre la mano, allí, en su palma,  brillan  las dos sortijas de ella.

A partir de ese día, todas las noches, antes de acostarse, Esteban espera ansioso a la amada transparencia; Argos echado a su lado también está alerta.

El sonido del timbre permanece mudo, la inquietud lo angustia, la impaciencia lo agobia; hasta el perro camina nervioso de un lado a otro, y suele pasar largas horas echado junto a la puerta alerta al más leve ruido, también él espera a la  mujer que lo había cuidado y querido.

Esteban espera, espera y espera. El desasosiego lo consume, el timbre no suena, enmudeció. Igual sucede durante varias noches, de varias semanas, de varios meses; no se trata de comprender, no tiene alivio Esteban y desconsolado piensa: «Esa mirada clara de mar en calma, quizás llora conmigo la ausencia«.

Una de esas noches de espera, sentado en su sofá, Esteban con su mano cerrada y apretada sobre su corazón, cierra los ojos; de repente, siente algo cálido en la palma de su mano cerrada, entonces, solo entonces, la abre, allí brillan las dos sortijas.

En ese momento, supo que ella no iba a volver nunca, que una segunda vez partía sin él, que no regresaría jamás.

La negrura de la noche desciende callada, y la luna orgullosa se empina en los cielos.

Y a Esteban se le hizo el amor, más amor, más hondo y doloroso.

María Cristina Solaeche Galera.

Autor: Alex Dukhanov
Técnica: Fotografía
Título: Niña del bosque oscuro retirándose