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LAS  LLAMADAS. Por María Cristina Solaeche Galera

Desde mucho antes, ha habido un humano
que amaba juntando sus manos en súplica,
y las alargaba hacia una estrella
sin preguntarse si ello le producía gozo o dolor.
         Lou Andreas-Salomé.

Hace tiempo, casi cuatro años, Manuel había sido invitado a un congreso de Filosofía, y para asistir viajó a una ciudad a orillas de un lago.

La sala de las charlas estaba animada; el aire era aromas de lavanda y madera, y un suspenso cómplice como el remate de un atardecer envolvía el salón.

Los bigotes entrecanos, su mirada de ternura huidiza, una boca seria que tímida termina en una comisura sonriente, los lentes engarzados y un acento muy particular, le daban una belleza original a Manuel.

En la reunión, él habló sobre el existencialismo y su objeto de estudio la existencia del ser, sobre la corriente filosófica que sostiene como el ser humano persigue en la vida continuamente y con afán, la realización y la felicidad. Sobre cómo no podemos alcanzarlas nunca, y por ello, para el existencialista, la muerte nos gratifica concluyendo con esa búsqueda tan inservible como angustiosa. Sonaron los aplausos, y él agradeció con una inclinación que le dio tiempo a organizar sus emociones, pues la disertación había inquietado al público.

Al finalizar, Manuel levantó la mirada, se frotó los ojos por debajo de los lentes, y se detuvo detalladamente en la mujer que hablaría después, ella estaba escribiendo en un bloc amarillo. Tenía unas manos hermosas.

Ella habló del congreso con orgullo, de lo difícil que era trabajar en solitario, habló de esperanzas, de sueños, frustraciones y melancolías en la actividad que desarrollaba en ese campo de la Filosofía. Con aplausos, recibió la aprobación de los asistentes y el salón, que parecía haberse dispersado en mixturas de colores también aplaudía.

El murmullo permanente de las conversaciones del grupo, empezó a empañar los monólogos interiores que Manuel se hacía; hubiera querido trozar el aire y arrinconarlo para solamente oírla a ella. Con el corazón latiendo apurado, aspiró profundo.

–Llegar al amor es más fácil cuando se ha comenzado mostrando deseos de amar– se dijo para sí mismo.

Tenía la piel nacarada, con el color de la luna,  el cabello le caía ondulado y renegrido asomando a los hombros, las arruguitas que se le hacían en los  ojos adivinaban  frescuras maliciosas, un olor a violetas, un traje sastre formal, un liviano maletín y una voz firme y profesional con un dejo entrañable.

Y fue un tiempo de amor, de estremecimientos fascinantes, de gestos turbadores. Se amaron con el sol ardiente del verano, con la brisa, frente al muro de la ciudad, contra las corrientes del lago, a pesar de los recuerdos y en las ceremonias fantásticas del deseo. Se amaron con el corazón envuelto en entregas.

De regreso a su ciudad, entre colinas, todo comenzó un veintiséis de abril. Esa tarde,  la derrota se atravesó en la vida de Manuel, era un atardecer en la que largas y filamentosas nubes trinchaban el cielo.

Empezó a sentir a partir de ese día, un decaimiento, fiebre, dolores musculares, un adelgazamiento progresivo… En muy poco tiempo decayó vertiginosamente, la salud se le quebrantaba rápidamente.

Oyó el diagnóstico de los médicos como una afrenta, tenía plena conciencia del terrible diagnóstico que le dieron los galenos; la consumición de su cuerpo día a día, era inevitable.

Esperanzado al principio, llegó a pensar que la luminosidad de su amor lo sanaría; y como estaba enamorado, Manuel se llenó de plenitud, se llenó de audacia con la seguridad de sanar. Pensó que ese estado de postración era pasajero, y una vez recuperado, regresaría a la ciudad del lago, y volverían a amarse como antes.

Entre las citas médicas, las quimioterapias, las radioterapias, la alimentación intravenosa; y en sus ratos más serenos,  las consultas a las páginas de la Internet sobre su padecimiento, las conversaciones con compañeros en la dolencia, la vida le cambió radicalmente. Empezó a vivir entre postraciones, se entristeció, se rebeló, comenzó a hablar de su muerte, vivía compungido, extenuado, con un profundo desdén por la vida.

Había  envejecido prematuramente hasta el absurdo, atrapado en la demoníaca enfermedad.

Manuel llegó a encontrarse en una condición crítica pero estable, los médicos aseguraban que iba a seguir así el resto de vida que le quedaría.

– ¿Cuáles serían los sueños en el dormir de la muerte?– se preguntaba.

El tiempo y  la amenaza de la muerte lo sometían allí, detenido e indefenso; tenía la sensación de que la eternidad contemplaba como su mundo apenas se sostenía en un precario equilibrio, como si todo lo que lo rodeaba fuera tan frágil como él.

Apretando las rodillas y ocultando la cabeza entre las piernas tratando de hacerse un ovillo, Manuel se decía.

– Lo vertiginoso que puede cambiar una vida por completo, lo terrible que puede llegar a ser –

Empezó a no soportar las visitas, a despreciar las películas de acción en la televisión, le atenazaba la ansiedad por no poder encontrar una idea mejor que la de aislarse y no volver a verla ni comunicarse con ella, y así hizo.

Manuel se recluyó donde ella no lo hallaría; optó por la retirada en el amor, por la resignación, la frustración, no le quedaba alternativa alguna, era desesperante su situación.

No encontró otra opción, no le revelaría a ella su enfermedad, la que se le había vuelto la verdad de su vida, la que desde su nacimiento ya estaba escrita en su cuerpo. Y no volvió a comunicarse con ella.

Mas de tres años han transcurrido desde la última vez que se amaron. Se recordaban sin tregua, cada uno era la explicación de la vida del otro, era el último párrafo de sus existencias amorosas y el más real y auténtico amor. Ambos llevaban en la piel el reverbero del amor.

Aquellos fueron tiempos de desdicha. Enfermos como Manuel mejoraron, otros desaparecieron de la memoria de los vivos…es la natural disposición para el vivir o el morir.

Pero el cuerpo es un mecanismo misterioso, y ciertos padecimientos no se logran entender a cabalidad, y Manuel se recuperó sorpresivamente de una forma fantástica.

La noche está tan despejada, que si hubiera sido creyente, habría creído ver volar querubines.

Salió a la calle después de dos años en cama y mas de uno de reposo. Fue una sensación extraña, hasta el  movimiento de los automóviles, la agitación de los transeúntes y el desparpajo de los vendedores ambulantes, todo le resultaba a Manuel caótico. Acostumbrado a la reclusión y al silencio de una habitación, apenas interrumpido por las salidas a las sesiones de quimioterapia, y luego las de radioterapia, el ruido le resultaba confuso y exasperante. Pero él no se resignaría a una vida sin ella; se había salvado de una muerte mediocre y cruel como lo son todas las muertes, y en su caso, de una muerte prevista, esperada, soportada como una de las tantas fatalidades del destino, y el amor lo empujaba alegre.

Ella, allí en su ciudad encendida por sol a orillas de su lago, mostraba un rostro cruzado por el extrañar, anhelaba encontrarlo y amarse; amarse mirando ella al cielo, mirando él a la tierra y el viento alrededor.  Desde hace tanto tiempo no había sabido nada de él, de su Manuel. La inercia en el amor, la vivía con un sentido de vacío, no acertaba a explicarse su ausencia.

Y como si en un oráculo estaría escrito, de un día para otro, se decidió a buscarlo y encontrarlo. Estaba resuelta a retomar con valentía el curso de su vida con Manuel, no podía olvidarlo. Se prometió llamarlo, había logrado conseguir hace unos días, por fin, su número que en el tiempo había cambiado varias veces.

Por su parte, Manuel no cejó un instante desde el momento en que se sintió sanado de su dolencia, en buscarla y tratar de hallarla, y logró obtener su nuevo número telefónico.

En el recuerdo, ambos se habían buscado; en los recodos del pensamiento, en la habitación cerrada  hace tiempo, entre las enredaderas florecidas del jardín,  en los salones, en el vecindario…

El cabello que había perdido con las quimioterapias, había crecido de nuevo,  y se veía fuerte e increíblemente vigoroso. Ese día, duplicó el multivitamínico, sin dolores musculares, y ya sin el manotaje de las enfermeras; estaba deliciosamente atrapado en lo que se proponía hacer, en esa vibrante ansiedad del amor. No era nada descabellada su idea, así pensaba Manuel y se decía para sí mismo, que el único aliciente de la vida, en definitiva, es el amor, que es él la verdadera alma que nos hace escapar al menos momentáneamente de la muerte, que el placer de amar derrota lo artificioso de la vida y descubre la verdadera esencia del existir, y se decía, que de eso se trataba la historia de la humanidad.

El azar es demasiado vasto como para dejarlo en libertad a la suerte, y ambos recordaban, que ellos habían declarado el jueves como el día mágico de la semana, y las diez de la noche como la hora más idílica.

Manuel se propuso llamarla exactamente ese próximo jueves y a esa hora.

Ella, sonríe para sí misma pensando en lo que haría esa noche del jueves entrante a las diez de la noche. Estaba decidida lo llamaría. Después de tanto tiempo, no podía evitar que el susto se le alojara en el pecho. Ya la tristeza y las dudas, no la agobiarían mas, esa muralla casi infranqueable la derribaría, era un deseo, un placer anhelado, un secreto que deshebraría.

De manera que ahí se encontraban, Manuel y ella, en un universo pleno de emociones. Ambos se dan cuenta, del tiempo que  llevan amándose.

A ninguno de los dos les cabía la posibilidad de que fracasarían, no era un antojo ni un desatino para ellos; las mismas voces se encargaran del amor que el tiempo los mantiene unidos.

La noche había caído mansamente. Sin vacilaciones, ambos, Manuel y ella, cada uno por su lado, marcaron los números.

Y ese jueves, el día más mágico y hermoso de la semana como habían pactado que era, a las diez de la noche en punto, en la hora idílica, repicaron los teléfonos.

Por algún resquicio de lo ignoto, el amor suele reencontrar a los amantes.

Autora: Henn Kim Pais: Korea del Sur. Técnica: Ilustracion digital Año: 2018

LAS SORTIJAS DE LA TRANSPARENCIA – María Cristina Solaeche Galera

Yo me consolaría si pudiera
verla, tres horas, dos, una siquiera,
aunque en ese momento de ventura 

Me cegase la luz de su mirada

Cruz María Salmerón Acosta

Esteban llega después del trabajo como todos los días de lunes a viernes, a su apartamento casi solitario.

Allí queda un perro, que una tarde, mientras Esteban y ella paseaban por una callejuela, encontraron desvaído y hambriento, y aún así les movió su cola; ella amorosa, recogió, cuidó  lo llamó Argos diciéndole:

– Te llamarás Argos, nos reconociste sacudiendo tu cola, como el perro de Odiseo en su regreso a Itaca–

El edificio tiene veintidós apartamentos, y en realidad, él no tiene relación alguna con los vecinos. Ella era la que asistía a las reuniones del condominio; él apenas intercambia en el ascensor una sonrisa inofensiva, y un lamento banal sobre la situación del país.

Al entrar al apartamento y cerrar silenciosamente la puerta, Esteban se va desprendiendo de casi todo, como un árbol seco de sus hojas; sobre la pequeña consola de la entrada deja las llaves, los lentes, el bolígrafo, el peine, el celular, las pastillas de menta, el documento de identidad, y sobre el suelo el maletín.

Mira en torno, sacude la cabeza para espantar tristezas. Prende el aire acondicionado, se quita el saco, la corbata, y se arremanga la camisa.

Quedan los muebles colocados tal como estaban, sus propias pertenencias y las de ella, el resto está vacío, vacío de ella, vacío de su aire y de su tiempo.

Ni los libros en desorden, ni los cigarrillos colmando los ceniceros, ni las notas de los boleros lagrimosos, ya no aparecen las manchas de lápiz labial en la almohada, ni se oyen los tres timbrazos en la puerta a su llegada.

En la cocina, silenciosa, sin el ruido mineral de los cacharros que ella laboriosa trasteaba, Esteban se prepara un café, y con la taza humeante se sienta en la pequeña mesita; enfrente está la otra silla, está vacía, es la de ella.

No descubre nada en derredor que no sea el recuerdo de su imagen, y cavila.

–Cuanto más intenso ha sido el amor, más intensos y exaltados son los recuerdos–

Lo invade una sensación de cansancio, de somnolencia. Después de tomar el café, se encierra en su escritorio con una botella de vino y una copa, le ha dado por beber en la copa de ella, y en el estéreo suena la última obra orquestal de Mendelssohn, el concierto de violín.

Saboreado el vino y disfrutada  la música, Esteban se siente algo sereno, y con paso aligerado y un recelo que no puede evitar nunca, entra en la habitación que compartió con ella.

Se acerca al espejo del tocador que tantas veces la reflejó con coquetería, y contempla Esteban su propio rostro; se le antojan extrañas sus facciones, ya no son las mismas que ella acariciaba. Se inquieta, se da cuenta de que no guarda en su memoria su propio rostro acariciado, y clava sus ojos en la mirada neblinosa que desde el espejo también lo mira.

Una sensación de finitud, como si la mente se fragmentara y dispersara en recuerdos de un momento o de otro, lo asalta.

Detalla cada objeto sobre la peinadora: un alhajero, una rosa artificial y retorcida sobre un primoroso florero azul, unas tijeras, un cepillo, todo ha quedado donde lo dejó.

Cuando llegó el médico, ella ya había muerto. Esteban desde hace un tiempo, duda del carácter definitivo de la muerte, es el dolor y el extrañarla que lo hacen vacilar. Lo que más lo agobia, es que muriera cuando más dichosos eran; todavía recuerda con exactitud y angustia, los sonidos de las dos palabras rotas con la que ella se despidió de él, y en voz baja para si  mismo se las repite.

Le cuesta mucho, demasiado quizás, la idea de vivir sin ella, suele antojársele a veces imposible pero no le queda otro remedio, es el instinto del vivir y tiene que sobreponerse a este día, como se sobrepuso ayer y anteayer y tendrá que hacerlo mañana. Los tiempos en que de amor se moría, ya habían pasado si es que existieron.

Cansado de un día de agotador trabajo, Esteban se acuesta; conserva su lado de la cama, el otro lado reclama silencioso la ausencia; ajusta la hora en el celular y trata de dormir, mas es inútil, se queda despierto hasta cerca de la madrugada dando vueltas en la cama con apenas la luz tenue de la lamparita.

Toda la noche agitándose, explorando en su memoria la imagen de un rostro, de una mirada clara de mar en calma, de una falda azul floreada, de una mano con dos sortijas y una sonrisa cómplice. Quiere abrazarla, pero aunque agita los brazos y mueve los labios, no le sale la voz y los brazos extendidos  envuelven el aire.

Los recuerdos como pájaros revoloteando, se esconden y vuelven a mostrarse, no le permiten conciliar el sueño y cuando llega el alba lo encuentra adormilado; es una mañana clara y húmeda de septiembre, en la que ya se adivina la lluvia del atardecer.

Ella murió un marzo, en una madrugada agonizante, Esteban enloqueció de dolor. El tiempo se empeña en esconder su desconsuelo en el olvido. Se da cuenta, que cada día desde que ella falleció, no ha logrado que su imagen le sonriera desde el recuerdo.

Era jueves, ya muy tarde, había anochecido, y Esteban se entretenía leyendo un libro de mitología, que un colega del trabajo le había prestado el día anterior.

Inesperadamente oye tres timbrazos en la puerta, – fueron tres timbrazos – pensó: tan iguales a los que ella acostumbraba a tocar cada vez que llegaba, que el corazón se le aceleró.

Desconcertado por la hora y sus alocados pensamientos, se apresura para abrir; Argos se levanta enseguida y moviendo frenéticamente la cola en señal de alegría, llega a la puerta antes que él. Al observar la conducta del perro Esteban, más confiado abre la puerta.

Allí, en el umbral está ella, es su imagen traslúcida, poco menos que real, es transparente, totalmente trasparente, el rostro, la ropa, los brazos, las piernas, hasta los zapatos son transparentes, toda ella es una transparencia; pero los ojos, los ojos no, la mirada clara de mar en calma, es cálida, tan hermosa como la recuerda Esteban en la última mirada que ella le dirigió.

Es ella, sin duda alguna, hasta Argos la reconoce y agita alegremente su cola intentando sin lograr olisquearla.

Es una transparencia, es traslúcida toda ella excepto los ojos; él puede ver a través del vaporoso vestido azul floreado, entre los vuelos se insinúa su cuerpo, ese cuerpo que tanto había amado.

Esteban estupefacto, ansioso, perturbado y amoroso de nuevo, no acierta a reaccionar. Sabe que debe permanecer en silencio, la transparencia no mueve los labios, no emite ningún sonido.

De repente, ante un Esteban atónito y perplejo, ella extiende su mano trasparente con dos nítidas sortijas, toma la mano de él y se la lleva a su propio corazón sin dejar de mirarlo, después, lentamente, la apoya en el corazón de Esteban que late sobresaltado.

Repentinamente, un cambio de tonalidad en los ojos de ella que resbalan lágrimas, la transparencia se desvanece, se disipa lentamente ante un Esteban aturdido, amoroso y confundido, que queda con su mano sobre el pecho, cerrada y apretada, muy apretada; vacila, contiene el aliento, poco a poco abre la mano, allí, en su palma,  brillan  las dos sortijas de ella.

A partir de ese día, todas las noches, antes de acostarse, Esteban espera ansioso a la amada transparencia; Argos echado a su lado también está alerta.

El sonido del timbre permanece mudo, la inquietud lo angustia, la impaciencia lo agobia; hasta el perro camina nervioso de un lado a otro, y suele pasar largas horas echado junto a la puerta alerta al más leve ruido, también él espera a la  mujer que lo había cuidado y querido.

Esteban espera, espera y espera. El desasosiego lo consume, el timbre no suena, enmudeció. Igual sucede durante varias noches, de varias semanas, de varios meses; no se trata de comprender, no tiene alivio Esteban y desconsolado piensa: «Esa mirada clara de mar en calma, quizás llora conmigo la ausencia«.

Una de esas noches de espera, sentado en su sofá, Esteban con su mano cerrada y apretada sobre su corazón, cierra los ojos; de repente, siente algo cálido en la palma de su mano cerrada, entonces, solo entonces, la abre, allí brillan las dos sortijas.

En ese momento, supo que ella no iba a volver nunca, que una segunda vez partía sin él, que no regresaría jamás.

La negrura de la noche desciende callada, y la luna orgullosa se empina en los cielos.

Y a Esteban se le hizo el amor, más amor, más hondo y doloroso.

María Cristina Solaeche Galera.

Autor: Alex Dukhanov
Técnica: Fotografía
Título: Niña del bosque oscuro retirándose